Cuando estaba en el colegio recuerdo que había distintos grupos en clase: había los chicos y chicas que estudiaban mucho, los que estudiaban poco, los que eran buenos en el deporte, los que no les gustaba practicarlo, los que tenían muchos amigos/as, los que estaban más solos, los que llegaban puntuales, los que llegaban tarde, los que estaban callados/as y los que no paraban de charlar…

¿Puedes recordar tu clase? ¿Cómo era? ¿Quiénes eran tus amigos/as y/o compañeros/as?

Todos éramos distintos y a la vez iguales en muchos aspectos, pero un elemento que estaba bien presente era como a veces los propios alumnos/as nos centrábamos más en las diferencias que en las similitudes. El foco estaba más en lo que nos separaba, que en lo que nos unía. Esto era uno de los principios o semillas de lo que después podía ocasionar o derivar en el acoso escolar / ‟bullying”. Una de las posibles causas o explicaciones: nos asusta lo diferente. Y este miedo ya empieza desde bien pequeños/as a causa de nuestro entorno y educación.

Según Wikipedia, el acosos escolar consiste en cualquier forma de maltrato psicológico, verbal o físico producido por escolares de forma reiterada a lo largo de un tiempo determinado tanto en el aula, como a través de las redes sociales (ciberacoso).

Una forma de resumirlo sería con el término VIOLENCIA. De violencia hay de muchos tipos y formas: está la física, que es quizás la más reconocible a simple vista (un golpe, un empujón, un puñetazo, una patada….) y luego está la psicológica, a veces parece inexistente, pero también está ahí (insultos, humillaciones, vejaciones, dejar de lado, crear rumores…).

El problema del acoso escolar es que deja secuelas en la persona para toda la vida. No es un suceso que ocurre y desaparece, sino que queda bien grabado en la memoria de quién lo ha sufrido, de quien lo ha ejercido y de quien lo ha contemplado (espectadores/as).

Genera lo que se conoce en el ámbito psicológico como: los “traumas con t minúscula”, que son aquellos relacionales o de vínculo. Estos traumas o experiencias dolorosas, no son tan intensos como los llamados “traumas con T mayúscula” (que son los de amenaza de muerte o fallecimiento, enfermedad o experiencias de riesgo) pero son reiterados en el tiempo, y hacen que, por efecto acumulativo, la autoestima, la autoimagen y la autoeficacia de la persona se hundan hasta niveles que pueden producir trastornos y enfermedades (y hasta en algunos casos el suicidio).

Tomás (nombre adaptado), es un chico de 18 años, que está disfrutado de su primer año de universidad, pero su vida actual (motivado en los estudios, con buenas amistades, deportista, tranquilo y con buen ánimo, cercano, familiar…) no es ni por asomo como era hace cuatro años, cuando se encontraba en el instituto (triste, con síntomas psicosomáticos, solitario, con explosiones de rabia y ataques de ansiedad). Sus problemas, según relata él, empezaron en Primaria. Lo que suponía eran “juegos de niños” fueron a más llegando a un acoso con violencia verbal (insultos), física (empujones y golpes) y psicológica (con amenazas y dejándolo de lado). Todo esto debido a que, según algunos de sus compañeros, “no era alguien con quién querían pasar el rato”, que «les caía mal” o que «era un friki”. Estos comentarios denotaban un problema mucho más profundo. Eran el reflejo de una situación que si no se frenaba podía seguir expandiéndose, en lo que se denomina “una escalada de violencia” y generando “una rueda de violencia”, donde la víctima o más individuos, pueden llegar a convertirse en agresores/as.

El trabajo con el adolescente fue a través de las técnicas de “EMDR” (Desensibilización y Reprocesamiento a través de los Movimientos Oculares), del “Brainspotting” y de las “TIC”, (Técnicas de Integración Cerebral). Se liberaron todas las escenas del pasado donde había sufrido violencia en la escuela. Se trabajaron situaciones como excursiones, momentos donde había tenido acoso fuera de la escuela o en el gimnasio. En paralelo se trabajó la autoestima, las habilidades sociales, la asertividad y el poner límites. Posteriormente, se liberaron los momentos de miedo, nervios y ansiedad del presente (cuando tenía que hablar en público, relacionarse con otros compañeros y también cuando debía plantar cara a los agresores). Finalmente, se liberaron las escenas de ansiedad del futuro (se trabajaron con los “y si me vuelve a ocurrir” o “y si ellos siguen molestándome cuando salga del instituto”).

Además del proceso terapéutico con el joven, se hizo un trabajo con el centro y la familia (este punto es fundamental, ya que se hace necesario el poder trabajar con todas las partes que están vinculadas con la persona). De esta manera se llegó a frenar los ataques por parte de los agresores y Tomás pudo mejorar su estado y su situación en el aula. Una vez terminó el instituto, Tomás mostró la capacidad para generar nuevas amistades, sentirse más fuerte y seguro, y sobretodo el poder recuperar su vitalidad y ganas de realizar actividades.

Trabajar con estas terapias de bases neurobiológicas permite que los traumas puedan liberarse y afloren toda una serie de recursos que facilitan la integración de las experiencias y la normalización del día a día de la persona.

Como bien decía el gran profesional Milton Erickson: “Nunca es tarde para tener una infancia feliz”.